La llamada del destino
El teléfono sonó con insistencia en la quietud de la noche. Agustín, sentado frente a su escritorio, observó la pantalla iluminada por el mensaje que acababa de recibir: “Agustín, vamos a por ti”. Su corazón dio un vuelco. No era la primera vez que recibía una notificación misteriosa, pero esta vez se sentía diferente. Algo en su interior le decía que no podía ignorarla.

Málaga, su ciudad natal, siempre había sido un lugar tranquilo para él. Había crecido entre las calles empedradas del centro histórico, donde los edificios antiguos y el aroma constante a mar lo acompañaban desde niño. Era un lugar que conocía al dedillo, cada rincón tenía una historia, cada esquina un recuerdo. Pero ahora, mientras contemplaba la pantalla del móvil, sintió como si todo aquello estuviera a punto de cambiar.
La frase “vamos a por ti” resonaba en su mente una y otra vez. ¿Quién estaba detrás de ese mensaje? ¿Qué significaba realmente? No reconocía el número desde el que había sido enviado, y eso lo inquietaba aún más. Apretó los labios, tomó una respiración profunda y marcó el número. Solo obtuvo silencio. Una grabación automática indicaba que el número no existía.
Se levantó de la silla y caminó hacia la ventana. Desde allí podía ver parte de la ciudad bañada por la luz de la luna. Málaga parecía dormir tranquilamente, ajena a lo que pudiera estar a punto de ocurrir. Pero Agustín sabía que algo se avecinaba. No podía explicarlo racionalmente, era una corazonada, una sensación que lo invadía por completo.
Decidió no darle más vueltas. Si quería respuestas, tendría que buscarlas por sí mismo. Tomó su chaqueta y salió de su apartamento. Fuera, el aire fresco de la noche lo recibió con fuerza. Caminó sin rumbo fijo durante unos minutos, intentando ordenar sus pensamientos. De repente, escuchó pasos detrás de él. Se detuvo. El sonido cesó. Giró lentamente la cabeza, pero no vio a nadie. Un escalofrío recorrió su espalda.
¿Era posible que alguien ya lo estuviera siguiendo? ¿Acaso había despertado el interés de alguien desconocido con solo leer aquel mensaje? No tenía respuestas, pero una cosa estaba clara: la vida tranquila que había llevado hasta ahora estaba a punto de terminar.

Un encuentro inesperado
Agustín continuó caminando, tratando de ignorar la sensación de estar siendo observado. Las calles de Málaga estaban prácticamente desiertas a esa hora, solo interrumpidas por el ocasional sonido de un coche que pasaba a lo lejos. Decidió dirigirse hacia uno de los cafés que permanecían abiertos toda la noche, un lugar donde solía encontrar algo de compañía cuando el insomnio lo mantenía despierto. Tal vez allí podría ordenar sus ideas y analizar con calma lo que estaba sucediendo.
Al entrar, el aroma a café recién hecho lo envolvió de inmediato. Buscó una mesa alejada del bullicio y se sentó, pidiendo un espresso doble. Mientras esperaba, sacó su teléfono y revisó nuevamente el mensaje. “Agustín, vamos a por ti”. Nada más. Ningún contexto, ninguna explicación. Era como si quien lo había enviado supiera exactamente cómo llegar a él, sin necesidad de añadir más palabras.
Un hombre entró al café justo en ese momento. Llevaba una chaqueta oscura y caminaba con paso firme, aunque sin prisas. Agustín lo observó brevemente antes de volver a concentrarse en su bebida, pero algo en su manera de moverse lo inquietó. Se sentó en una mesa cercana, demasiado cerca para ser casual. Pasaron varios minutos en los que ninguno de los dos habló, pero Agustín sentía que estaba siendo observado. Finalmente, el hombre se levantó y se acercó a su mesa.
—Tú eres Agustín —dijo con voz baja, casi un susurro.
Agustín lo miró fijamente, intentando discernir si era una simple coincidencia o si aquel hombre tenía alguna conexión con el mensaje que había recibido.
—¿Quién quiere saberlo? —respondió con cautela.
El hombre se sentó sin pedir permiso y apoyó los codos sobre la mesa.
—No tenemos mucho tiempo —dijo—. Hay cosas que debes saber, y cuanto antes empieces a entenderlas, mejor será para todos.
Agustín frunció el ceño. Aquella conversación estaba tomando un giro extraño, y no estaba seguro de querer seguir escuchando.
—No sé quién eres ni qué quieres, así que si vas a decirme algo importante, hazlo ahora.
El hombre asintió y bajó aún más la voz.
—Recibiste un mensaje hace poco. Uno que te hizo preguntarte muchas cosas. Bien, tienes razón al sentirte inquieto. Ese mensaje no fue casualidad. Te están buscando, y no precisamente por razones buenas.
Agustín sintió un escalofrío recorrer su espina dorsal.
—¿De qué estás hablando? ¿Quién me está buscando?
—Hay personas que han estado tras tus pasos durante mucho tiempo. No te preocupes, no soy uno de ellos. De hecho, estoy aquí para ayudarte.
Agustín dudaba. Todo aquello sonaba como el argumento de una película de espionaje, no como algo real. Sin embargo, la intensidad en la mirada del hombre le hacía pensar que no mentía.
—Si estás diciendo la verdad, entonces dime algo que pruebe que sabes de lo que hablas.
El hombre lo observó por un momento antes de responder.
—Tu nombre completo es Agustín Martínez. Vives en un apartamento en el centro de Málaga, en la calle Granada. Trabajas como diseñador gráfico freelance, y tu correo electrónico es agusat04@gmail.com .
Agustín palideció. Aquella información era correcta. Nadie debería saberla a menos que hubiera estado investigándolo profundamente.
—¿Cómo sabes todo eso? —preguntó con voz tensa.
—Porque tú eres la clave, Agustín. Y si no empiezas a actuar rápido, no tendrás oportunidad de escapar.
Una nueva oleada de inquietud lo invadió. No entendía completamente lo que estaba ocurriendo, pero una cosa era cierta: su vida ya no sería la misma después de aquella noche.
Revelaciones ocultas
Agustín sintió un escalofrío recorrer su cuerpo. Las palabras del hombre resonaban en su mente como un eco incesante. «Tú eres la clave». ¿Qué significaba eso? ¿Qué papel jugaba él en todo aquello? Miró fijamente al desconocido, intentando encontrar señales de engaño en su rostro, pero no halló nada. Sus ojos reflejaban urgencia, tal vez incluso miedo.
—Explícate —dijo Agustín con voz tensa—. ¿Qué quieres decir con que soy la clave?
El hombre suspiró y se inclinó un poco más hacia adelante, asegurándose de que nadie más pudiera escucharlos.
—Hace años, antes de que tú nacieras, hubo un proyecto experimental en Málaga. Fue financiado por una organización privada que operaba bajo la sombra de instituciones gubernamentales. Lo llamaban el Proyecto Ícaro. Su objetivo era desarrollar una tecnología capaz de acceder a niveles de conciencia alterados, permitiendo a ciertos sujetos experimentar realidades alternas y predecir eventos futuros con un alto grado de precisión.

Agustín frunció el ceño. Aquello sonaba como ciencia ficción.
—¿Estás diciendo que hicieron experimentos con personas para que pudieran ver el futuro?
—No exactamente. No se trataba de ver el futuro en el sentido tradicional, sino de detectar patrones, conexiones entre eventos aparentemente aleatorios. Algunos participantes mostraron habilidades excepcionales, pero otros… no sobrevivieron. El proyecto fue cancelado oficialmente, pero en realidad, nunca dejó de existir. Operan en secreto, y tú, Agustín, eres parte de ello.
Agustín negó con la cabeza, incrédulo.
—Eso es imposible. Nunca he tenido nada que ver con eso. Soy diseñador gráfico, no un sujeto de experimentos científicos.
—Pero tu padre sí lo fue —respondió el hombre con solemnidad.
El mundo de Agustín se detuvo.
—¿Mi padre? —repitió con voz temblorosa—. Mi padre murió cuando yo era pequeño.
—Lo sé —dijo el hombre—. Tu madre te contó que fue un accidente, ¿verdad? Que perdió el control del coche y se estrelló contra una barrera de seguridad. Pero no fue un accidente, Agustín. Fue un aviso.
Agustín sintió que el aire abandonaba sus pulmones. Su mente retrocedió a los recuerdos borrosos de su infancia, a las fotos de su padre, a las historias que su madre le contaba sobre él. Siempre había sentido que algo no cuadraba en la forma en que había muerto, pero jamás se atrevió a cuestionarlo.
—¿Qué quieres decir con que fue un aviso? —preguntó con voz apenas audible.
—Tu padre descubrió demasiado. Intentó huir, pero no llegó muy lejos. Tú eres su legado, Agustín. Heredaste sus habilidades, aunque probablemente no te hayas dado cuenta. Has tenido momentos de clarividencia, ¿no es cierto? Sensaciones inexplicables, sueños que luego se hacen realidad…
Agustín recordó de inmediato las veces en que había soñado con situaciones que luego se cumplían con precisión. Solía atribuirlo a simples coincidencias, pero ahora, con las palabras del hombre resonando en su mente, todo cobraba un nuevo sentido.
—Entonces… ¿por qué me buscan ahora? —preguntó, con el corazón acelerado.
—Porque has activado algo dentro de ti. El mensaje que recibiste fue una señal. Saben que estás listo, que puedes ayudarles a recuperar lo que perdieron.
—¿Recuperar qué?
El hombre vaciló por un instante antes de responder.
—Un archivo. Contiene información crucial sobre el Proyecto Ícaro, datos que podrían cambiar el curso de la historia si caen en manos equivocadas. Y tú eres el único que puede encontrarlo.
Agustín sintió que el peso del mundo caía sobre sus hombros. Todo esto parecía una locura, pero algo en su interior le decía que no podía ignorarlo.
—¿Y si me niego? —preguntó.
—Entonces vendrán por ti de todas formas. Mejor hacerlo conociendo la verdad que sin ella.
Agustín miró hacia la puerta del café, como si fuera a encontrar una respuesta allí afuera. Pero lo único que vio fue la oscuridad de la noche malagueña, una oscuridad que ahora parecía más profunda, más amenazante.
—¿Dónde empiezo? —susurró finalmente.
El camino hacia lo desconocido
Agustín no podía dejar de darle vueltas al asunto. Todo lo que aquel hombre le había dicho parecía sacado de una novela de ciencia ficción, pero algo en su interior le decía que era real. No podía negar las coincidencias, los sueños premonitorios, la sensación constante de que algo lo observaba. Ahora, con la revelación de que su padre había sido parte de un proyecto secreto y que su muerte no había sido un accidente, todo cobraba un nuevo matiz.
Decidió actuar. No podía quedarse sentado, fingiendo que nada había cambiado. Tenía que averiguar la verdad. Pero primero, necesitaba salir de allí. Levantó la vista hacia el hombre que seguía sentado frente a él.
—Si todo esto es cierto, necesito pruebas. Necesito algo que me demuestre que no estoy perdiendo la cabeza.
El hombre asintió lentamente.
—Tienes razón. Y sé exactamente dónde empezar.
Sacó un pequeño dispositivo de su bolsillo, parecido a una memoria USB, pero con detalles metálicos que brillaban bajo la luz del techo.
—Esto contiene información fragmentada del Proyecto Ícaro. No todo, pero suficiente para que entiendas de qué va esto. Pero no puedes usar tu computadora normal. Están vigilando tus movimientos digitales.
Agustín arqueó una ceja.
—¿Vigilando mis movimientos digitales? ¿Es en serio?
—Tan en serio como que estás vivo ahora mismo —respondió el hombre con seriedad—. Tienen sistemas avanzados de monitoreo. Cualquier búsqueda sospechosa, cualquier acceso a información sensible, y sabrán que estás tras la verdad.
Agustín tragó saliva. No estaba acostumbrado a este tipo de paranoia, pero ya no podía ignorar las señales.
—Entonces, ¿qué propones?
—Conozco a alguien que puede ayudarnos. Alguien que ha estado fuera del radar durante años. Vivimos en Málaga, y aquí hay más gente involucrada de lo que imaginas.
Agustín frunció el ceño.
—¿A quién te refieres?
—A una persona que trabajó directamente en el Proyecto Ícaro. Un científico que desertó antes de que todo se volviera demasiado peligroso. Vive en el extrarradio de la ciudad, en un lugar que nadie recuerda.
Agustín sintió un escalofrío.
—¿Y cómo llegamos hasta él?
—En mi coche. Salimos ahora.
Agustín miró hacia la puerta del café, indeciso. Sabía que, si aceptaba, no habría vuelta atrás. Pero también sabía que no podía ignorar esto.
—Está bien —dijo finalmente—. Pero si esto es una trampa, juro que haré lo que sea necesario para salir de ella.
El hombre esbozó una leve sonrisa.
—Confía en mí, Agustín. Ambos estamos corriendo el mismo riesgo.
Ambos se levantaron y salieron del café. La noche era fría, y el cielo estaba cubierto de nubes densas. Málaga, usualmente tranquila, parecía observarlos con ojos invisibles.
Caminaron en silencio hasta un coche negro aparcado a unas cuadras de distancia. Agustín se subió al asiento del copiloto, mientras el hombre ocupaba el volante.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó Agustín de repente.
El hombre lo miró de reojo antes de responder.
—Llámame Daniel. Es lo único que necesitas saber por ahora.
Agustín asintió. No era mucho, pero era un comienzo.
El coche arrancó y se adentró en la oscuridad de la ciudad. Málaga, con sus calles iluminadas por luces amarillentas, parecía desvanecerse tras ellos a medida que se alejaban del centro. Pronto tomaron un camino secundario, uno que Agustín no reconocía.
—¿A dónde vamos exactamente? —preguntó.
—A un lugar que se llama El Retiro de San Nicolás —respondió Daniel—. Es un antiguo convento reformado que ahora sirve como refugio para quienes quieren desaparecer.
Agustín sintió un escalofrío.
—¿Y el científico vive allí?
—Así es. Hace años que no sale, pero sigue trabajando en lo suyo. Tiene respuestas que nadie más tiene.
Agustín miró por la ventana, viendo cómo las luces de la ciudad se iban quedando atrás. Sentía que estaba cruzando una línea invisible, una frontera entre lo que conocía y lo desconocido.
—¿Crees que encontraremos lo que buscamos? —preguntó.
Daniel guardó silencio por un momento antes de responder.
—Eso depende de lo preparado que estés para enfrentar la verdad, Agustín. Porque créeme, algunas verdades duelen más que otras.
Agustín no respondió. Simplemente apretó los puños y se preparó mentalmente para lo que viniera. Fuera lo que fuera, ya no podía echarse atrás.
En busca de respuestas
El coche avanzaba por carreteras secundarias, alejándose del bullicio de Málaga. A medida que se adentraban en la oscuridad, Agustín sentía que cada kilómetro que recorrían lo alejaba un poco más de su vida anterior. El silencio en el interior del vehículo era absoluto, roto únicamente por el sonido del motor y el crujido ocasional de las ruedas sobre el pavimento irregular.
Finalmente, después de lo que parecieron horas, Daniel redujo la velocidad y tomó un desvío hacia una zona boscosa. Los árboles se alzaban como gigantes silenciosos, sus ramas extendiéndose hacia el cielo oscuro. Agustín observó cómo el camino se estrechaba y cómo la luz de los faros apenas lograba iluminar el terreno irregular.
—¿Estamos cerca? —preguntó, rompiendo el mutismo que los había envuelto desde que salieron de la ciudad.
Daniel asintió sin apartar la vista del camino.
—A unos minutos.
Minutos después, el coche se detuvo frente a una estructura de piedra que parecía haber resistido el paso del tiempo. Era un antiguo convento, rodeado de vegetación salvaje y con un aspecto ligeramente desgastado. Las ventanas estaban oscuras, sin señal de vida en su interior.
Agustín descendió del coche y observó el lugar con cautela.
—¿Aquí vive el científico? —preguntó, dubitativo.
Daniel asintió y comenzó a caminar hacia la entrada principal. Agustín lo siguió, con el corazón acelerado.
La puerta principal era pesada, de madera maciza, y al empujarla, emitió un chirrido que resonó en el silencio de la noche. Dentro, el ambiente era frío y olía a humedad. Las paredes estaban decoradas con viejos cuadros religiosos, algunos descolgados, otros medio cubiertos por el polvo del tiempo.
—¿Hola? —llamó Daniel, su voz reverberando en el amplio vestíbulo.
No hubo respuesta inmediata. Agustín miró a su alrededor, sintiendo una extraña sensación de déjà vu. Algo en aquel lugar le resultaba familiar, aunque no podía recordar por qué.
De pronto, una figura apareció al fondo del pasillo. Era un hombre mayor, de cabello canoso y barba bien recortada, vestido con una bata blanca manchada de uso prolongado. Sus ojos, profundos y penetrantes, examinaron a ambos visitantes con cautela.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó con voz grave.
Daniel dio un paso adelante.
—Somos amigos. Venimos en busca de respuestas.
El hombre frunció el ceño.
—Amigos… —murmuró, como si la palabra le resultara ajena—. No tengo amigos. Solo recuerdos que prefiero olvidar.
Agustín dio un paso hacia adelante, sintiendo una extraña conexión con aquel hombre.
—Mi nombre es Agustín Martínez —dijo—. Y creo que usted conoció a mi padre.
El científico lo observó fijamente durante varios segundos. Luego, suspiró y se hizo a un lado.
—Entren —dijo—. Pero prepárense. Algunas verdades no son fáciles de aceptar.
Entraron al interior del convento, donde el ambiente era aún más frío. El hombre los condujo a través de un largo pasillo hasta una sala llena de libros, documentos y aparatos electrónicos obsoletos. Era evidente que aquel lugar había sido transformado en un laboratorio improvisado.
El científico se sentó frente a una mesa llena de papeles y dispositivos.
—Tu padre —comenzó—. Fue uno de los primeros sujetos del Proyecto Ícaro. Era brillante, intuitivo. Pero cometió un error: quiso ir más allá.
Agustín sintió un nudo en la garganta.
—¿Qué tipo de error?
—Descubrió algo que no debía. Un código, una llave que permitía acceder a información clasificada. Intentó escapar con ella, pero no llegó muy lejos.
Agustín recordó las palabras de Daniel: “Fue un aviso”.
—¿Usted sabe qué contenía esa información?
El hombre asintió lentamente.
—Era el núcleo del proyecto. Un mapa de conciencia colectiva, un sistema capaz de predecir comportamientos humanos con una precisión asombrosa. Si cae en manos equivocadas, podría utilizarse para manipular a millones de personas.
Agustín sintió un escalofrío.
—¿Y por qué me buscan ahora?
El científico lo miró fijamente.
—Porque tú eres el siguiente. Has heredado las mismas habilidades que tu padre. Y si logras acceder al código, podrías destruir todo lo que construyeron.
Agustín sintió que el aire se hacía más denso.
—Pero… ¿cómo puedo hacer algo así? Yo no soy un científico, no tengo experiencia en esto.
El hombre esbozó una sonrisa triste.
—No necesitas experiencia. Necesitas intuición. Y tú la tienes, Agustín. Solo debes aprender a escucharla.
Daniel intervino entonces.
—Tenemos que encontrar el archivo. Está oculto en algún lugar de Málaga, y es posible que tú puedas localizarlo.
Agustín cerró los ojos por un momento, intentando procesar toda la información. Era demasiado, demasiado rápido. Pero sabía que no podía dar marcha atrás.
—Está bien —dijo finalmente—. Ayúdenme a entender cómo funciona esto. Necesito saber qué debo hacer.
El científico asintió.
—Entonces empecemos. El tiempo corre en nuestra contra.
La red de conexiones ocultas
Agustín no podía dejar de pensar en las palabras del científico. “Tienes que aprender a escuchar tu intuición”. Era una idea tan abstracta como aterradora. No era un genio ni un investigador, simplemente era un diseñador gráfico que vivía una vida ordinaria en Málaga. ¿Cómo podía él, una persona común, convertirse en la clave para desentrañar un misterio que llevaba décadas enterrado bajo secretos y mentiras?
Pero no tenía elección. Ya estaba involucrado, y si no actuaba con cuidado, podría terminar como su padre.
Daniel y el científico, cuyo nombre era Rafael, comenzaron a compartirle más información sobre el Proyecto Ícaro. Le explicaron que, a pesar de haber sido oficialmente cancelado, sus ramificaciones seguían vigentes en la sombra. Grupos clandestinos, tanto dentro como fuera de España, habían estado trabajando en la reconstrucción del proyecto, intentando recuperar el código que su padre había descubierto.
—El problema —explicó Rafael— es que el código no está completo. Parte de él fue destruido antes de que tu padre pudiera escapar con él. Pero hay rumores de que existe un archivo complementario, uno que podría revelar la ubicación del resto de la información.
Agustín sintió un escalofrío.
—¿Y creen que yo puedo encontrarlo?
Rafael lo observó con atención.
—Tú tienes una conexión especial con esto. No solo por tu linaje, sino porque has tenido visiones, ¿verdad? Sueños que luego se hacen realidad.
Agustín asintió lentamente. Recordó las noches en las que había soñado con lugares que jamás había visto, con personas que no conocía, con escenas que no tenían sentido. En ese momento, todo cobraba un nuevo significado.
—Entonces, ¿crees que esos sueños tienen relación con el proyecto?
Rafael asintió.
—Probablemente sí. Tu mente está conectada a algo más grande, algo que no podemos comprender del todo. Pero si aprendes a interpretar tus visiones, podrías guiarnos hacia el archivo.
Daniel intervino.
—Ya hemos identificado algunos posibles puntos de interés en Málaga. Sitios relacionados con el proyecto original, lugares donde se realizaron experimentos o donde se almacenaba información sensible.
Agustín se inclinó hacia adelante.
—¿Cuáles son?
Daniel sacó una pequeña tableta del bolsillo y la encendió. En la pantalla apareció un mapa de Málaga con varias ubicaciones marcadas.
—Este —señaló— es el antiguo laboratorio donde se realizaban los experimentos. Está abandonado desde hace años, pero todavía hay registros de actividad digital en su interior.
Agustín frunció el ceño.
—¿Actividad digital? Pensé que todo había sido destruido.
Rafael respondió esta vez.
—Nunca destruyen todo. Siempre dejan algo, como señales para los que saben buscar.
Daniel señaló otro punto en el mapa.
—Esta es una casa en el centro de la ciudad. Pertenece a un exinvestigador del proyecto, alguien que desapareció hace años. Podría tener información que nos ayude.
Agustín asintió, memorizando los nombres y direcciones.
—¿Y el tercer lugar?
Daniel señaló una marca en el extremo sur de la ciudad.
—Un antiguo depósito militar. No se ha utilizado en décadas, pero hay rumores de que se usaba para transportar material sensible relacionado con el proyecto.
Agustín sintió un escalofrío.
—Entonces, ¿por dónde empezamos?
Rafael lo miró con una expresión seria.
—Depende de ti. Pero recuerda, Agustín, cada paso que des te acercará más a la verdad… y también a ellos.
Agustín sabía que no podía permitirse dudar.
—Empezaremos por el laboratorio abandonado —dijo con determinación—. Si hay actividad digital, tal vez podamos encontrar algo útil.
Daniel y Rafael intercambiaron una mirada.
—Entonces, mañana al amanecer —concluyó Daniel—. Será mejor que aprovechemos la oscuridad para movernos sin llamar la atención.
Agustín asintió, aunque por dentro sentía que el miedo comenzaba a apoderarse de él. Pero también sabía que no podía retroceder.
La búsqueda había comenzado.
El laboratorio abandonado
El amanecer pintaba el cielo de tonos anaranjados y rosados cuando Agustín, Daniel y Rafael se aproximaron al lugar que habían elegido como su primer destino: el antiguo laboratorio del Proyecto Ícaro. Estaba ubicado en las afueras de Málaga, en una zona industrial semiabandonada, donde los edificios deteriorados por el tiempo parecían custodiar secretos sepultados bajo el polvo y la decadencia.
El camino hacia el laboratorio era irregular, lleno de baches y maleza que se aferraba a la tierra como si intentara impedir el paso de intrusos. Conducían en silencio, conscientes de que cada minuto contaba. Agustín observaba por la ventana, tratando de encontrar alguna señal de vida, pero solo veía ruinas y el constante movimiento de las ramas mecidas por el viento.
Finalmente, llegaron a su destino. El laboratorio era una estructura rectangular de hormigón, con ventanas rotas y paredes cubiertas de grafitis ilegibles. Un cartel oxidado colgaba torcido sobre la entrada principal, con letras que apenas se distinguían: Centro de Investigaciones Avanzadas .
—Parece que ha pasado mucho tiempo desde la última vez que alguien estuvo aquí —comentó Agustín.
Daniel apagó el motor y bajó del coche.
—No te dejes engañar. Esta es solo la fachada. Adentro es donde realmente importa.
Rafael también descendió del vehículo, llevando consigo una mochila con herramientas electrónicas.
—Tendremos que movernos rápido —dijo—. Si hay actividad digital, significa que alguien más podría estar interesado en este lugar.
Agustín tragó saliva.
—¿Como quién?
Rafael lo miró fijamente.
—No seas ingenuo. No somos los únicos buscando respuestas.
Avanzaron hacia la entrada principal, donde Daniel sacó un pequeño dispositivo de su bolsillo. Era una especie de scanner portátil, que pasó por el marco de la puerta. Después de unos segundos, emitió un pitido suave.
—Hay energía eléctrica —informó—. No mucha, pero lo suficiente para mantener algunos sistemas activos.
Agustín sintió un escalofrío.
—¿Entonces no está completamente abandonado?
Daniel negó con la cabeza.
—No lo parece.
Empujaron la puerta con cuidado, y esta se abrió con un chirrido que resonó en el silencio. El interior era oscuro y frío, con el aire cargado de un olor a humedad y metal oxidado. Las luces del techo parpadeaban intermitentemente, como si estuvieran a punto de apagarse para siempre.
Caminaron por un pasillo largo y estrecho, flanqueado por puertas cerradas que llevaban números en relieve. Algunas estaban rotas, otras selladas con cinta de seguridad.
—¿Dónde creen que deberíamos empezar? —preguntó Agustín.
Rafael señaló una puerta al final del pasillo.
—Allí. Esa era la sala principal de investigación. Si queda algo, será allí.
Avanzaron con cautela, pisando con cuidado para evitar hacer ruido innecesario. Cuando llegaron a la puerta, Daniel la abrió lentamente, revelando un espacio amplio lleno de mesas de trabajo cubiertas de polvo, pantallas apagadas y cables enredados que colgaban del techo como telarañas.
Agustín entró primero, sintiendo que el aire dentro del lugar era aún más denso. Había algo opresivo en ese espacio, como si las paredes retuvieran los ecos de voces que habían discutido secretos prohibidos.
Rafael colocó su mochila sobre una mesa y comenzó a conectar varios dispositivos a los enchufes disponibles.
—Vamos a intentar reiniciar algunos sistemas —dijo—. Si hay restos de archivos, tal vez podamos recuperarlos.
Daniel se dirigió a una computadora central, que parecía haber sido la principal del laboratorio. Presionó el botón de encendido, y después de unos segundos, la pantalla parpadeó y mostró un menú de inicio.
—Increíble —murmuró—. Todavía funciona.
Agustín se acercó, observando cómo Daniel introducía comandos rápidos en el teclado. En la pantalla aparecieron líneas de código, seguidas por un mensaje de error.
—Está protegido —dijo Daniel—. Necesito más tiempo para desbloquearlo.
Mientras trabajaba, Agustín se alejó un poco, explorando el resto de la sala. Detrás de una mesa, encontró una carpeta de cartón medio abierta, con documentos amarillentos dentro. La tomó con cuidado y la hojeó.
—Miren esto —dijo, llamando la atención de los otros dos.
Daniel y Rafael se acercaron.
—Son informes médicos —dijo Agustín, leyendo—. Fechados hace más de veinte años. Hablan de sujetos de prueba, efectos secundarios, reacciones cerebrales…
Rafael tomó uno de los documentos y lo examinó con atención.
—Esto confirma nuestras sospechas —dijo—. Usaban a personas como conejillos de indias. No solo para estudiar la conciencia, sino para manipularla.
Agustín sintió un nudo en el estómago.
—Mi padre… ¿también fue uno de ellos?
Rafael asintió lentamente.
—Sí. Y por eso lo mataron.
Un silencio incómodo cayó sobre la sala. Agustín miró los documentos una vez más, sintiendo el peso de la historia que había permanecido oculta durante tanto tiempo.
De repente, Daniel emitió un sonido de satisfacción.
—Logré acceder —dijo—. Hay un directorio con archivos encriptados.
Agustín se acercó rápidamente.
—¿Puedes abrirlos?
Daniel negó con la cabeza.
—No directamente. Están bloqueados con una contraseña compleja. Pero hay una nota adjunta.
Agustín leyó lo que decía:
«Solo aquellos que comprendan el verdadero propósito del Proyecto Ícaro podrán acceder.»
Agustín frunció el ceño.
—¿Qué significa eso?
Rafael lo miró con una expresión seria.
—Significa que necesitas encontrar la clave dentro de ti mismo.
Agustín sintió un escalofrío.
—¿Cómo?
Rafael se acercó y le puso una mano en el hombro.
—Escucha tu intuición, Agustín. Piensa en tus sueños, en tus visiones. Algo dentro de ti ya sabe la respuesta.
Agustín cerró los ojos, intentando enfocarse. Recordó las imágenes que habían aparecido en sus sueños: luces brillantes, figuras borrosas, palabras que no podía entender. Y entonces, como si un interruptor se hubiera activado en su mente, una palabra apareció con claridad:
«Ícaro» .
Abrió los ojos de golpe.
—La contraseña… es «Ícaro».
Daniel tecleó la palabra y presionó enter.
Durante unos segundos, la pantalla se quedó en blanco. Luego, de repente, apareció un nuevo menú:
«Acceso concedido. Bienvenido, sujeto 001».
Agustín sintió que el aire se escapaba de sus pulmones.
—¿Sujeto 001? —repitió—. ¿Qué significa eso?
Rafael lo miró con una mezcla de asombro y preocupación.
—Significa que esto apenas comienza. Tú eres el primer sujeto de una nueva fase del proyecto.
Agustín sintió que el suelo se movía bajo sus pies.
—¿Yo? ¿Desde cuándo?
Rafael no respondió. En cambio, señaló la pantalla.
—Mira. Hay un archivo destacado. Dice: «Clave de acceso al núcleo del Proyecto Ícaro» .
Agustín tragó saliva.
—Ábrelo —dijo con voz temblorosa.
Daniel pulsó el archivo, y en la pantalla apareció una serie de coordenadas.
—¿Qué es esto? —preguntó Agustín.
Rafael lo observó con una expresión grave.
—Es la ubicación de un lugar que no debería existir.
Agustín sintió que el miedo lo invadía por completo.
—¿Dónde está?
Daniel miró las coordenadas y luego consultó un mapa en su dispositivo.
—Está aquí —dijo, señalando un punto en la pantalla—. En el corazón de Málaga.
Agustín sintió que todo giraba a su alrededor.
—Entonces… tenemos que ir allí.
Rafael asintió.
—Sí. Pero prepárate, Agustín. Porque lo que encontrarás allí cambiará todo lo que crees saber sobre ti mismo.
Descifrando el mensaje oculto
Las coordenadas aparecían en la pantalla con una precisión inquietante, como si hubieran estado esperando a que alguien las descubriera. Agustín sintió un escalofrío al mirarlas. No eran solo números; eran una invitación, una señal de que algo más grande estaba en juego.
Daniel tecleó rápidamente, ajustando el zoom del mapa digital que había abierto en su dispositivo. Las coordenadas señalaban un punto específico en el centro de Málaga, cerca del casco histórico.
—Esto está en pleno corazón de la ciudad —murmuró Daniel—. ¿Qué podría estar oculto allí?
Rafael frunció el ceño, analizando la información con atención.
—Podría ser una instalación subterránea, o tal vez un edificio con acceso restringido. Dado el historial del Proyecto Ícaro, no me sorprendería que hayan usado estructuras civiles como fachadas para sus actividades secretas.
Agustín se acercó más a la pantalla, intentando encontrar una referencia visual que le diera alguna pista.
—¿Hay alguna construcción destacada en esa zona? —preguntó.
Daniel desplazó el mapa, ampliando la imagen. Enseguida apareció una plaza rodeada de edificios antiguos, entre ellos una iglesia de estilo colonial y un edificio administrativo municipal.
—Hmm —murmuró Daniel—. Justo en el punto señalado está la antigua sede de Correos.
Agustín arqueó una ceja.
—¿Una oficina postal? ¿Creen que haya algo ahí?
Rafael asintió lentamente.
—Las instalaciones postales fueron utilizadas en múltiples ocasiones como centros de comunicación encubierta. Durante la Guerra Fría, muchos países usaron oficinas de correos como puntos de contacto para agentes secretos. No sería la primera vez que algo importante se oculta a simple vista.
Agustín sintió un nudo en el estómago.
—Entonces… ¿debemos ir allí?
Daniel lo miró con una expresión seria.
—Sí, pero no podemos presentarnos como simples curiosos. Tendremos que planear una forma de acceder sin levantar sospechas.
Agustín asintió, aunque por dentro sentía que todo aquello era demasiado surrealista. ¿Realmente estaba a punto de infiltrarse en una oficina postal para descubrir un secreto que podría cambiar su vida?
—¿Qué necesitamos hacer? —preguntó.
Rafael guardó silencio por un momento antes de responder.
—Primero, debemos confirmar que hay algo allí. Si vamos sin información, podríamos meternos en problemas. Necesitamos alguien que tenga acceso a los registros internos del edificio.
Daniel asintió.
—Conozco a alguien que trabaja en el ayuntamiento. Puede conseguirnos información sobre el diseño del lugar, quizás incluso sobre cámaras de seguridad o accesos restringidos.
Agustín tragó saliva.
—¿Y si nos descubren?
Rafael lo miró fijamente.
—Entonces tendremos que improvisar. Pero recuerda, Agustín, cuanto más sepas antes de actuar, más opciones tendrás.
Agustín asintió, aunque no podía evitar sentir que estaba caminando hacia lo desconocido.
—Entonces, ¿cuál es el siguiente paso?
Daniel cerró su dispositivo y lo guardó en el bolsillo.
—Ir a hablar con mi contacto. Nos espera en un café cerca del puerto.
Agustín respiró hondo.
—Está bien. Vamos.
El pacto de silencio
El café estaba ubicado en una esquina discreta del puerto de Málaga, cerca de un pequeño embarcadero donde los pescadores descargaban sus capturas al amanecer. Era un lugar tranquilo, frecuentado por trabajadores nocturnos y marineros que buscaban un respiro antes de regresar al mar. Agustín, Daniel y Rafael entraron con precaución, manteniendo las cabezas bajas y evitando llamar la atención.
El contacto de Daniel ya los esperaba en una mesa al fondo, sentado junto a una taza de café humeante. Era un hombre de mediana edad, con barba canosa y una mirada alerta que parecía evaluar constantemente a quienes lo rodeaban. Vestía una chaqueta informal y llevaba un maletín negro sobre la mesa.
—Tardaron —dijo con voz baja al verlos acercarse.
Daniel tomó asiento frente a él sin saludar.
—Hubo contratiempos. Necesitamos información urgente.
El hombre asintió y abrió su maletín, sacando un dossier grueso con sellos oficiales.
—Lo que me pidieron no fue fácil de conseguir —dijo—. Pero conseguí acceso a los planos del edificio de Correos.
Agustín se inclinó hacia adelante, ansioso.
—¿Hay algo fuera de lo normal?
El hombre lo miró con curiosidad.
—¿Quién es él?
Daniel respondió antes de que Agustín pudiera hacerlo.
—Alguien que necesita respuestas. Confía en nosotros.
El hombre lo observó por un momento antes de asentir y extender los planos sobre la mesa. Eran diagramas detallados del edificio, con indicaciones de salidas de emergencia, cámaras de seguridad y zonas restringidas.
—Según esto —comenzó—, el edificio tiene tres niveles principales: planta baja, primer piso y sótano. Las cámaras están ubicadas en las entradas principales y en los ascensores, pero hay una zona del sótano que no aparece registrada oficialmente.
Agustín frunció el ceño.
—¿Cómo es posible que una parte del edificio no esté documentada?
El hombre esbozó una media sonrisa.
—Porque fue construida en una época en que el gobierno necesitaba lugares seguros para comunicaciones sensibles. Hubo un periodo durante la dictadura en que se utilizaron oficinas postales como puntos de transmisión de información confidencial. Muchas de estas estructuras tienen niveles adicionales que nunca aparecen en los registros públicos.
Agustín sintió un escalofrío.
—Entonces… ¿creen que ahí está lo que buscamos?
Rafael asintió.
—Es una posibilidad. Pero no será fácil acceder.
El hombre cerró el dossier y lo empujó hacia Daniel.
—Tengan cuidado. He oído rumores de que ese lugar no está completamente abandonado. Algunas personas que trabajan en el edificio mencionan movimientos extraños en las noches. Luces que se encienden solas, puertas que se cierran sin motivo.
Agustín intercambió una mirada con Daniel y Rafael.
—¿Alguna idea de cómo entrar sin ser vistos?
El hombre tomó un sorbo de su café antes de responder.
—Hay un acceso lateral por el patio trasero. Tiene una puerta de servicio que no está conectada al sistema principal de seguridad. Si pueden distraer a los guardias, podrían colarse por allí.
Daniel asintió.
—Perfecto. ¿Alguna otra advertencia?
El hombre lo miró fijamente.
—Sí. Si van a hacer esto, háganlo rápido. Alguien más ya está buscando lo mismo que ustedes.
Agustín sintió que el aire se hacía más pesado.
—¿Quién?
El hombre negó con la cabeza.
—No lo sé. Pero no son los únicos que han preguntado por ese lugar últimamente.
Agustín intercambió otra mirada con sus compañeros. Las piezas del rompecabezas comenzaban a encajar, pero también aumentaba la sensación de peligro.
—Gracias por la información —dijo Daniel, guardando los planos en su mochila—. Nos vemos pronto.
El hombre asintió y se levantó, dejando dinero sobre la mesa antes de desaparecer entre la multitud del puerto.
Agustín exhaló lentamente.
—Entonces… ¿cuándo actuamos?
Daniel lo miró con una expresión decidida.
—Esta noche.
Agustín sintió que el miedo se mezclaba con la anticipación.
—Está bien. Hagámoslo.
Bajo la piel de Málaga
La noche había caído sobre Málaga, envolviendo la ciudad en una bruma de sombras y luces tenues. Las calles principales bullían con la vida nocturna habitual, turistas disfrutando de la gastronomía local, músicos tocando en las esquinas, y el constante murmullo de conversaciones que se mezclaban con el rumor del mar. Pero en los rincones más oscuros, donde la luz apenas alcanzaba a rozar las paredes de los edificios antiguos, algo más se movía.
Agustín, Daniel y Rafael caminaban con paso firme hacia su objetivo. La antigua sede de Correos estaba a solo unas cuadras de distancia, y aunque la zona parecía tranquila, Agustín no podía evitar sentir que estaban siendo observados.
—¿Estás seguro de que no nos siguen? —preguntó en voz baja mientras se acercaban a una esquina.
Daniel lanzó una mirada rápida por encima del hombro antes de responder.
—No podemos estar seguros. Pero si alguien nos está vigilando, ya debe saber que estamos tras algo.
Rafael, que caminaba detrás de ellos, ajustó la mochila que llevaba al hombro.
—No tenemos mucho tiempo. Cuanto más nos demoremos, más probabilidades hay de que alguien más llegue antes que nosotros.
Agustín asintió, aunque sentía un nudo en el estómago. Cada paso que daba lo acercaba más a lo desconocido, a un lugar que había permanecido oculto durante años, quizás décadas. ¿Qué encontrarían allí abajo? ¿Qué secretos guardaba la ciudad bajo sus calles?
Llegaron al edificio de Correos poco después. Era un inmueble imponente, con fachadas de piedra y grandes ventanas que en ese momento estaban oscuras. Dos guardias de seguridad se encontraban en la entrada principal, charlando entre ellos mientras se aseguraban de que ningún intruso intentara colarse.
—Justo como dijiste —murmuró Daniel, dirigiéndose a Agustín—. Vigilancia ligera, pero presente.
Rafael señaló hacia la parte trasera del edificio.
—El acceso lateral está por allí. Si nos movemos rápido, podremos colarnos sin problemas.
Avanzaron con cautela, manteniéndose en las sombras. El patio trasero estaba rodeado por altas paredes de ladrillo, y en una de ellas, casi invisible entre las sombras, estaba la puerta de servicio que habían mencionado.
Daniel sacó una pequeña herramienta de su bolsillo y se acercó a la cerradura.
—Será mejor que te des prisa —dijo Rafael, vigilando la entrada principal—. No quiero que los guardias se acerquen.
Agustín se quedó junto a Rafael, su corazón latiendo con fuerza. Escuchó el sonido suave de Daniel manipulando la cerradura, y después de unos segundos, la puerta se abrió con un leve chasquido.
—Listo —dijo Daniel, haciendo una señal para que avanzaran.
Entraron rápidamente, cerrando la puerta tras ellos. El interior era oscuro, apenas iluminado por la luz de emergencia que parpadeaba en el techo. El aire olía a humedad y a papel viejo.
—¿Por dónde? —preguntó Agustín.
Rafael sacó los planos que habían conseguido y los revisó bajo la tenue luz.
—El acceso al sótano está por aquí —indicó, señalando un pasillo que se extendía hacia el fondo del edificio.
Caminaron en silencio, evitando hacer ruido al pisar el suelo de baldosas. A medida que avanzaban, el sonido de sus pasos se perdía entre el eco de las paredes vacías.
Finalmente, llegaron a una puerta metálica con un letrero desgastado que rezaba: Acceso restringido .
Daniel la examinó.
—Otra cerradura. Pero esta parece más complicada.
Rafael lo detuvo con una mano.
—Espera. Mira esto.
Señaló un panel de control al lado de la puerta. Tenía un teclado numérico y un lector de tarjetas magnéticas.
—No solo es una cerradura física —dijo Rafael—. También hay un sistema electrónico.
Agustín frunció el ceño.
—¿Entonces cómo entramos?
Daniel sacó una pequeña computadora portátil de su mochila y la conectó al panel mediante un cable.
—Vamos a hackearla.
Mientras Daniel trabajaba, Agustín y Rafael vigilaban los alrededores, asegurándose de que nadie los hubiera seguido.
Después de unos minutos de tecleo frenético, Daniel soltó un suspiro de alivio.
—Listo.
La puerta emitió un clic y se abrió lentamente, revelando una escalera que descendía hacia la oscuridad.
Agustín tragó saliva.
—Bien… ¿quién va primero?
Daniel sonrió.
—Tú, por supuesto.
Agustín lo miró con incredulidad, pero finalmente tomó una respiración profunda y comenzó a bajar por la escalera.
Uno a uno, descendieron al subsuelo. A medida que avanzaban, el aire se hacía más frío, y el sonido de sus pasos se amortiguaba contra el suelo de cemento.
Al final de la escalera, se encontraron frente a un largo pasillo iluminado por luces fluorescentes que titilaban intermitentemente. Las paredes estaban cubiertas de tuberías y cables, y al fondo, una gran puerta de acero les impedía el paso.
Agustín se acercó a un panel de control que había a un lado de la puerta. Tenía una pantalla táctil y un lector de huellas digitales.
—Esto sí que parece importante —murmuró.
Rafael lo examinó con atención.
—Este sistema no es comercial. Es militar. Quien diseñó este lugar quería asegurarse de que nadie entrara sin autorización.
Agustín sintió un escalofrío.
—Entonces… ¿cómo lo abrimos?
Daniel se acercó y conectó su dispositivo al panel.
—Con suerte, el sistema aún conserva un protocolo de acceso de emergencia.
Mientras trabajaba, Agustín no podía dejar de pensar en lo que había dicho el contacto de Daniel: «Alguien más ya está buscando lo mismo que ustedes» .
¿Estarían solos allí abajo? O peor aún… ¿ya habría alguien más dentro?
El secreto bajo Málaga
La puerta de acero emitió un fuerte sonido metálico antes de abrirse con un chirrido que resonó en el silencio del subsuelo. Agustín, Daniel y Rafael intercambiaron miradas tensas antes de cruzar el umbral. El interior era un espacio amplio y frío, con paredes de hormigón desnudo y techos altos llenos de cables que colgaban como lianas mecánicas. Luz artificial proveniente de lámparas de neón iluminaba débilmente el lugar, creando sombras alargadas que danzaban sobre las superficies.
—Increíble —murmuró Agustín al ver lo que parecía ser un laboratorio abandonado. Mesas de trabajo cubiertas de polvo, pantallas apagadas y armarios metálicos con etiquetas en un idioma que no reconocía se distribuían por todo el espacio. Era como si el tiempo se hubiera detenido allí.
Daniel se acercó a una consola central y pasó la mano por encima de una superficie de cristal transparente. Un panel táctil brilló al instante, activado por el contacto.
—Todavía hay energía —dijo, con voz baja—. Esto no ha estado completamente abandonado.
Rafael caminó hacia uno de los armarios y lo abrió. Dentro, encontró carpetas de documentos y disquetes antiquados.
—Todo esto es información clasificada —comentó—. Registros de experimentos, perfiles de sujetos…
Agustín se acercó, sintiendo que su corazón latía con fuerza.
—¿Creen que haya algo sobre mi padre aquí?
Rafael asintió y comenzó a hojear los documentos.
—Espera —dijo de repente—. Aquí hay algo.
Extendió una carpeta hacia Agustín. Este la tomó con manos temblorosas y la abrió. En la primera página, vio una foto en blanco y negro de un hombre joven. Era su padre.
Agustín sintió un nudo en la garganta.
—Él… —murmuró—. Él estaba aquí.
Daniel se acercó para ver la carpeta.
—Este es el expediente del sujeto 007 —leyó—. Nombre: Javier Martínez. Participó en las primeras fases del Proyecto Ícaro.
Agustín tragó saliva.
—Mi padre…
Continuó leyendo, y conforme avanzaba, su rostro palidecía.
—Dice que fue sometido a múltiples sesiones de estimulación cerebral para activar su capacidad de percepción extrasensorial. Logró resultados positivos, pero… —hizo una pausa, con la voz temblorosa—. Se volvió inestable. Empezó a tener episodios de pérdida de identidad, de alucinaciones.
Rafael lo miró con gravedad.
—Eso explica por qué intentó escapar. Debía haber descubierto algo que lo asustó.
Agustín cerró la carpeta con fuerza.
—Entonces… ¿mi padre estaba perdiendo la cabeza?
Daniel negó con la cabeza.
—No necesariamente. A veces, cuando la mente humana es forzada a percibir más allá de lo normal, se produce un choque entre la realidad y lo que se experimenta. Es posible que él estuviera viendo cosas que no deberían ser visibles.
Agustín sintió un escalofrío.
—¿Cómo qué?
Rafael se acercó a una terminal de computadora y la encendió. La pantalla parpadeó antes de mostrar una interfaz antigua, llena de iconos que no reconocían.
—Tal vez esto pueda responder tus preguntas —dijo.
Daniel se sentó frente a la computadora y comenzó a navegar por los archivos.
—Hay un directorio encriptado —informó—. Similar al que encontramos en el laboratorio abandonado.
Agustín se acercó.
—¿Puedes acceder?
Daniel tecleó rápidamente, utilizando un programa de descifrado que había traído consigo. Después de unos minutos, la pantalla mostró un mensaje:
«Acceso limitado. Requerida autenticación biométrica»
Agustín frunció el ceño.
—¿Autenticación biométrica? ¿Qué significa eso?
Rafael señaló un lector de huellas digitales en la parte lateral de la computadora.
—Necesita una huella registrada en el sistema.
Agustín miró a su alrededor, como si esperara encontrar una solución inmediata. Entonces, una idea surgió en su mente.
—Mi padre… ¿su huella estaría en el sistema?
Daniel lo miró.
—Es posible. Era un sujeto clave del proyecto.
Agustín tragó saliva.
—Entonces… ¿hay alguna forma de obtener su huella?
Rafael señaló la carpeta que Agustín había estado leyendo.
—Tiene una foto de identificación. Quizás la huella esté impresa allí.
Agustín abrió rápidamente la carpeta y buscó entre los documentos. Finalmente, encontró una ficha de registro con una imagen de la mano izquierda de su padre, con las huellas dactilares claramente visibles.
—Aquí está —dijo, mostrándosela a Daniel.
Daniel sacó un pequeño escáner portátil y colocó la imagen sobre él. Después de unos segundos, el dispositivo terminó de procesar la información y generó un archivo digital.
—Listo —dijo, conectando el archivo al lector biométrico.
La máquina emitió un sonido de confirmación, y la pantalla cambió.
«Acceso concedido. Bienvenido, sujeto 007»
Agustín sintió un escalofrío.
—¿Por qué dice «sujeto 007»?
Daniel lo miró con seriedad.
—Porque tu padre no era el único.
La computadora mostró una lista de archivos, todos codificados con números y fechas. Daniel seleccionó uno al azar, y en la pantalla apareció una serie de imágenes.
Eran vídeos de experimentos. En uno de ellos, un hombre estaba sentado en una silla, con electrodos conectados a su cabeza. Frente a él, una pantalla mostraba imágenes aleatorias que cambiaban cada segundo.
—Esto es… —Agustín no pudo terminar la frase.
En otro vídeo, un grupo de sujetos se encontraba en una habitación oscura, todos conectados a máquinas que medían sus ondas cerebrales. De repente, uno de ellos gritó y cayó al suelo, convulsionando.
—Dios mío… —murmuró Rafael—. Esto es inhumano.
Daniel siguió navegando, hasta que encontró un archivo etiquetado como «Proyecto Ícaro – Fase Final» . Lo seleccionó, y en la pantalla apareció un documento con una sola línea de texto:
«La conciencia colectiva ha sido activada. Preparar protocolo de control.»
Agustín sintió que el aire abandonaba sus pulmones.
—¿Qué significa eso?
Rafael lo miró con una expresión grave.
—Significa que no solo querían estudiar la percepción humana… querían controlarla.
Agustín sintió que el suelo se movía bajo sus pies.
—¿Cómo?
Daniel señaló otro archivo.
—Aquí hay más información.
Lo abrieron, y esta vez, el contenido era aún más impactante. Había mapas cerebrales, modelos de redes neuronales y un sistema de encriptación basado en ondas cerebrales individuales.
—Esto… —dijo Daniel—. Esto es un mecanismo de manipulación masiva.
Agustín no podía creer lo que estaba viendo.
—¿Quieren decir que podían controlar a la gente usando su propia mente?
Rafael asintió lentamente.
—Exactamente. El Proyecto Ícaro no era solo un experimento científico… era una herramienta de poder.
Agustín sintió que el miedo lo invadía por completo.
—Entonces… ¿por qué me buscan ahora?
Daniel lo miró fijamente.
—Porque tú eres el siguiente sujeto. El único que puede completar lo que comenzaron.
Agustín cerró los ojos, intentando procesar todo lo que había descubierto. Su padre había sido parte de algo monstruoso, y ahora, él estaba en el centro de todo.
—Tengo que salir de aquí —murmuró.
Pero antes de que pudiera dar un paso, un sonido metálico resonó en el pasillo.
Alguien más estaba allí.
Agustín sintió que el corazón le latía con fuerza.
—No estamos solos.
El dilema de Agustín
Agustín sintió que el aire se hacía más denso, como si el propio subsuelo estuviera conspirando para atraparlo. El sonido metálico se repitió, más cerca esta vez. Alguien, o algo, estaba allí.
Daniel apagó rápidamente la computadora y guardó los documentos que habían encontrado. Rafael se movió hacia la puerta, con la mirada alerta, mientras Agustín intentaba controlar el ritmo acelerado de su corazón.
—¿Quién podría estar aquí? —susurró Agustín, con voz temblorosa.
Rafael lo miró fijamente.
—No lo sabemos. Pero si llegaron hasta aquí, no son aliados.
Agustín sintió un escalofrío. Las implicaciones de lo que acababan de descubrir eran demasiado grandes, demasiado peligrosas. Si alguien más había estado buscando el mismo archivo, significaba que el Proyecto Ícaro no solo estaba activo, sino que había más personas involucradas de las que habían imaginado.
—Tenemos que salir —dijo Daniel, guardando su dispositivo en la mochila—. No podemos dejar que caiga en manos equivocadas.
Agustín asintió, pero una pregunta ardía en su mente.
—¿Y si ya es demasiado tarde?
Los pasos se acercaban. No había tiempo para discutir. Rafael tomó la delantera, abriendo la puerta con cuidado y asomándose al pasillo.
—Está despejado —murmuró—. Pero no por mucho tiempo.
Salieron del laboratorio y comenzaron a avanzar por el pasillo, manteniéndose pegados a las paredes para evitar ser vistos. Agustín sentía que cada paso que daba lo acercaba más a un precipicio del que no podría regresar.
Finalmente, llegaron a la escalera que los llevaría de vuelta al nivel superior. Subieron con rapidez, pero al llegar a la puerta que los separaba del edificio principal, Agustín se detuvo.
—Espere —dijo, deteniendo a Daniel y Rafael—. No puedo hacer esto.
Ambos lo miraron con sorpresa.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Daniel.
Agustín negó con la cabeza, su respiración agitada.
—No puedo seguir con esto. Todo esto… es demasiado. Mi padre murió por esto, y ahora yo estoy en el mismo camino. No puedo ignorar lo que descubrimos, pero tampoco puedo convertirme en parte de esto.
Rafael lo observó con calma.
—Agustín, entiendo tu miedo. Pero si dejas esto ahora, no tendrás control sobre lo que suceda.
Agustín apretó los puños.
—¿Y si ya es demasiado tarde para tener control? ¿Y si todo esto ya está en marcha y no hay nada que podamos hacer para detenerlo?
Daniel lo tomó del brazo.
—Escúchame. Sé que esto es difícil, pero tú eres la única persona que puede entender lo que está pasando. No solo por lo que descubriste aquí, sino por lo que llevas dentro.
Agustín lo miró, confundido.
—¿A qué te refieres?
Daniel respiró profundamente.
—Tu padre no fue elegido al azar para el Proyecto Ícaro. Tú tampoco. Tu mente es diferente, Agustín. Has tenido visiones, sueños que se hacen realidad. Eso no es casualidad.
Agustín sintió que el miedo se mezclaba con algo más profundo, algo que no podía explicar.
—¿Entonces qué se supone que debo hacer?
Rafael lo miró fijamente.
—Tienes que decidir si corres el riesgo de dejar que otros controlen tu destino… o si prefieres tomar las riendas y descubrir por qué estás aquí.
Agustín cerró los ojos por un momento, sintiendo el peso de la decisión que tenía ante sí.
Finalmente, abrió los ojos.
—Está bien —dijo con voz firme—. Quiero saber la verdad. Pero esta vez, voy a hacerlo a mi manera.
Daniel y Rafael intercambiaron una mirada.
—Entonces vámonos —dijo Rafael—. Antes de que sea demasiado tarde.
Agustín asintió, y juntos, abrieron la puerta que los conduciría de vuelta a la superficie. Fuera lo que fuera lo que los esperaba, ya no podía seguir huyendo.
Había llegado el momento de enfrentar su destino.


