La Llama de Lady Luna, también llamada: Rome Sepúlveda Rojas

La Llama de Lady Luna, también llamada: Rome Sepúlveda Rojas

Capítulo 1: El Sueño de la Luz

Rome Sepúlveda Rojas nació en una ciudad costera del Caribe, donde el sol nunca se ponía del todo y las luces de neón competían con las estrellas. Fue criada por una madre que trabajaba como enfermera nocturna y un padre ausente cuya sombra apenas aparecía en fotografías antiguas. Desde muy joven, Rome mostró una fascinación con lo que llamaba “el mundo oculto”. No era solo la oscuridad que le atraía, sino la idea de controlarla, de moldearla a su antojo. Aprendió a ser observadora, a leer entre líneas, a interpretar miradas. Su imaginación la llevaba más allá de las paredes de su humilde hogar: soñaba con convertirse en una mistress , no simplemente en una prostituta. Para ella, eso sería algo vulgar, banal, una derrota.

Desde los quince años, Rome empezó a entender que su belleza no era común. Tenía un cuerpo que destacaba incluso en medio del bullicio caribeño, pero más que eso, tenía una inteligencia que brillaba con una intensidad peligrosa. Sus ojos, oscuros como pozos sin fondo, parecían capaces de ver dentro de las almas de quienes se atrevían a mirarla. Le gustaba vestir con elegancia, aunque fuera modesta, y siempre usaba un collar con una luna plateada que había pertenecido a su abuela. Esa luna se convirtió en su símbolo personal: misteriosa, poderosa, inalcanzable.

A los dieciocho años, ya había decidido su destino. No quería ser una simple prostituta; quería dominar. Quería que sus clientes vinieran a ella no por deseo, sino por respeto, por sumisión. Quería ser Lady Luna .

Pero el camino hacia ese título no iba a ser fácil. En una sociedad donde las mujeres eran vistas como objetos, donde el sexo era visto como mercancía, Roma sabía que tendría que luchar contra muchos prejuicios. Pero ella no temía a la batalla. Ella estaba dispuesta a pagar el precio.


Capítulo 2: La Caída en el Abismo

El primer paso para convertirse en Lady Luna fue mudarse a la capital. Rome Sepúlveda Rojas dejó atrás su ciudad natal, donde todos la conocían, donde cada vecino podía juzgarla, y tomó un autobús rumbo a una urbe que prometía anonimato y oportunidades. Llegó con poco más que una maleta y un sueño. La capital era fría, agobiante, pero también excitante. Allí, nadie preguntaría por su pasado, ni juzgaría su presente.

Se instaló en un barrio marginal, cerca de los burdeles clandestinos y las discotecas nocturnas. Buscó trabajo, pero pronto comprendió que su físico y su inteligencia podrían valerle mucho más si usaba ambos de manera estratégica. Comenzó a frecuentar bares VIP, a hablar con hombres poderosos, a sonreír con precisión calculada. Aprendió rápido: quién mandaba, quién seguía, quién mentía y quién decía la verdad. Era una escuela dura, pero Rome era una estudiante aplicada.

Fue allí, en uno de esos bares, que conoció a su primer cliente. Un hombre mayor, con un aire aristocrático y una mirada vacía. Él le ofreció dinero por una noche, y ella aceptó. No porque necesitara el dinero, sino porque quería ver cómo funcionaban las cosas. Y funcionaban así: el hombre pagaba, la mujer complacía, y ambos fingían que aquello era un intercambio equitativo. Rome entendió entonces que si quería llegar a ser una mistress , tenía que comenzar desde abajo. Tenía que ganarse la confianza, la admiración, el miedo. Tenía que construir una reputación.

Pero no fue fácil. Muchos de sus clientes no veían en ella más que una prostituta cara, alguien que se prostituía con elegancia. Roma intentaba cambiar esa percepción, insistiendo en que no era una cualquiera, que tenía principios, que tenía una visión de poder diferente. Pero en la práctica, cada encuentro se reducía a lo mismo: sexo, dinero, y una breve conexión emocional que jamás duraba más de una noche.

Con el tiempo, Rome perdió la ilusión. Empezó a darse cuenta de que el camino hacia Lady Luna era más empinado de lo que había imaginado. Cada día se sentía más atrapada en un ciclo que no parecía tener salida. No era una prostituta cualquiera, pero tampoco era una mistress . Se quedaba en el limbo, entre dos mundos, sin encontrar su lugar.

Y sin embargo, seguía adelante. Porque aún creía en su sueño. Porque aún recordaba aquel collar con la luna plateada, aquel amuleto que colgaba de su cuello como una promesa.


Capítulo 3: El Juego de la Dominación

Rome Sepúlveda Rojas no era una mujer que renunciara fácilmente. Si algo no funcionaba, lo rehacía. Si algo no la satisfacía, lo mejoraba. Así que cuando descubrió que no podía ser una mistress simplemente por desearlo, se puso manos a la obra. Decidió estudiar, aprender técnicas de dominación, psicología inversa, arte del seducción. Se inscribió en talleres clandestinos, donde mujeres como ella compartían experiencias, trucos y secretos. Se compró libros sobre BDSM, sobre dinámicas de poder, sobre cómo manipular deseos sin perder el control.

Poco a poco, cambió su forma de trabajar. Ya no era solo sexo por dinero. Ahora, era una experiencia. Una ceremonia. Un ritual. Cada cliente que llegaba a su puerta esperaba algo más que una noche de placer. Esperaban sumisión, entrega, una sensación de inferioridad que Roma sabía cómo provocar con una sola mirada. Ella aprendió a usar el lenguaje corporal, a controlar el ambiente, a hacer sentir a cada hombre que estaba en sus manos. Literalmente.

Era una experta en detalles. Sabía qué tipo de música debía sonar, qué aroma debería impregnar la habitación, qué color de luz crearía la atmósfera adecuada. Era meticulosa, casi obsesiva con su entorno. Todo tenía que estar perfecto. Porque para Roma, no se trataba de vender sexo, sino de vender un rol, una fantasía, una realidad alterna donde ella era la dueña absoluta.

Sus clientes cambiaron. De hombres adinerados y casados, pasó a recibir visitas de artistas, escritores, actores, incluso políticos. Todos buscaban algo distinto, pero todos venían a la misma conclusión: Roma no era como las demás. Ella no jugaba el juego. Ella lo dirigía.

Pero Roma sabía que aún no era suficiente. Ser una mistress requería más que habilidades técnicas. Requería autoridad. Requería miedo. Requería una leyenda. Roma quería que su nombre fuera invocado con reverencia, que sus clientes salieran de sus encuentros con ella transformados, marcados de por vida. Quería que Lady Luna fuera más que un apodo: quería que fuera una mitología.

Así que empezó a contar historias. Historias de amor prohibido, de castigos severos, de rituales antiguos. Las historias se volvieron parte de su servicio. Nadie sabía si eran ciertas o no, pero eso no importaba. Lo importante era que creyeran en ellas. Y ellos lo hacían.

Pero Roma también sabía que, mientras más alto subía, más peligro corría. En un mundo donde el poder es peligroso, y la ambición puede llevar a la caída, Roma caminaba sobre una cuerda floja. Y aunque no lo admitiera, cada noche que pasaba como Lady Luna , sentía un escalofrío de incertidumbre.

Porque no era una mistress . No todavía.

Pero se acercaba.


Capítulo 4: El Precio de la Ilusión

Roma Sepúlveda Rojas vivía en un estado constante de tensión. Mientras forjaba su identidad como Lady Luna , se enfrentaba a una realidad cada vez más cruda: el mundo no premiaba a las mujeres que aspiraban a dominarlo. Las que lo intentaban terminaban aplastadas, olvidadas, consumidas por su propio éxito. Roma sabía que estaba caminando por un sendero peligroso, y aunque no retrocedería, no podía evitar sentir el peso de cada paso.

Cada cliente que cruzaba su umbral traía consigo nuevas expectativas, nuevas demandas. Algunos querían ser humillados, otros querían ser protegidos. Algunos buscaban redención, otros perdición. Roma aprendió a adaptarse, a jugar con cada personalidad, a ajustar su comportamiento según las necesidades del momento. Pero eso la cansaba. No era una actriz casual, era una persona real, y aunque disfrutaba de su poder, no podía negar que se estaba desgastando por dentro.

Su salud física empeoró. Pasaba días sin dormir, alimentándose de café y pastillas para mantenerse alerta. Su piel, antes luminosa, ahora tenía marcas de fatiga. Sus ojos, que una vez brillaban con determinación, se habían tornado opacos. Roma no se quejaba. Nunca lo hizo. Pero a veces, en los momentos más íntimos, cuando estaba sola en su apartamento, se miraba al espejo y no reconocía a la mujer que veía allí. ¿Era Lady Luna ? ¿O solo era una prostituta con un disfraz demasiado bonito?

La presión social también pesaba sobre ella. Aunque había logrado cierto nivel de prestigio en círculos cerrados, la sociedad general no la veía con buenos ojos. Las redes sociales, donde Roma intentaba proyectar una imagen glamorosa, se llenaban de comentarios hostiles. Mujeres que la tachaban de zorra, de corrupta, de vulgar. Hombres que la llamaban puta, aunque no supieran quién era realmente. Roma respondía con calma, con ironía, con superioridad. Pero en el fondo, cada insulto la hundía un poco más.

No todo era malo. Había clientes que la admiraban, que la respetaban, que incluso la ayudaban. Algunos le regalaban joyas, otros le ofrecían protección, otros le enseñaban nuevas formas de pensar, de sentir. Roma sabía aprovechar cada oportunidad, cada recurso. Pero también sabía que no podía depender de nadie. Solo de ella misma.

Y eso la mantenía viva. Aunque doliera, aunque se sintiera rota, Roma no se rendiría. Porque Lady Luna no era solo un nombre. Era un ideal. Era un reflejo de su alma, de sus sueños, de su lucha. Roma Sepúlveda Rojas no era una prostituta. No todavía. Pero tampoco era una mistress . Se quedaba en el limbo, entre dos mundos, sin encontrar su lugar.

Pero seguiría adelante. Porque no tenía otra opción.


Capítulo 5: El Final de la Ilusión

Un día, Roma recibió una visita inesperada. No era un cliente. No era un admirador. Era un detective. Un hombre alto, de cabello canoso, con una mirada que parecía haber visto demasiado. Se presentó como inspector Javier Morales, y le entregó una carpeta. Dentro, documentos, fotos, testimonios. Pruebas. Roma no necesitó leerlas todas para comprender el mensaje. Estaba en problemas.

El detective no la acusó directamente, no la amenazó. Simplemente le dijo que había testigos, que había registros, que había gente que la había visto. Que si quería salir bien librada, tendría que cooperar. Roma lo miró fijamente, sin mostrar miedo. Ella sabía que este momento llegaría. Solo no esperaba que fuera tan pronto.

—¿Qué quiere? —preguntó, con voz tranquila.

—Quiero saber dónde está Lady Luna —respondió el detective.

Roma sonrió. O tal vez fue una mueca. No estaba segura.

Lady Luna no existe —dijo—. Es solo un nombre. Un juego. Usted debe saber que los nombres no son culpables.

El detective asintió lentamente, como si hubiera escuchado eso antes. Entonces se marchó, sin decir más.

Roma se quedó sola en su apartamento. Miró alrededor, como si viera su reflejo en cada objeto. En cada rincón. En cada recuerdo. ¿Dónde estaba Lady Luna ? ¿En el collar de plata que colgaba de su cuello? ¿En las historias que contaba a sus clientes? ¿En el sueño que una vez tuvo y que nunca llegó a cumplir?

No lo sabía. No estaba segura de si Lady Luna era una personificación de su ambición, o solo un disfraz que había usado para ocultar su verdadero yo. Lo único que sabía era que ya no podía seguir mintiéndose a sí misma.

Los días siguientes fueron difíciles. Roma intentó continuar con su vida normal, pero cada cliente que entraba a su puerta le recordaba la amenaza invisible que acechaba. Ella no podía escapar. No podía esconderse. El mundo no permitía que las mujeres como ella siguieran existiendo en la sombra. O quizás sí lo permitía. Pero a costa de su libertad, de su identidad, de su dignidad.

Finalmente, Roma tomó una decisión. No se rendiría. No se convertiría en una prisión de su propia ambición. Haría lo que tuviera que hacer para sobrevivir. No como Lady Luna , sino como Roma Sepúlveda Rojas.

Abandonó la ciudad. Dejó atrás su apartamento, sus clientes, su fama. Viajó a un lugar lejano, donde nadie la conocía, donde podría reinventarse. No como una mistress , ni como una prostituta. Como una mujer nueva. Como alguien que no necesitaba máscaras para ser feliz.

Y así, con el collar de plata aún colgando de su cuello, Roma Sepúlveda Rojas se perdió en la oscuridad, dejando atrás la historia de Lady Luna para siempre.


Fin.

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