Rome Sepúlveda Rojas había soñado desde muy joven con ser alguien importante. No cualquier tipo de importancia, sino esa clase de poder silencioso que ejercen las mujeres que manejan los hilos desde las sombras, las que susurran al oído de hombres poderosos y moldean destinos con una caricia calculada. Rome Sepúlveda Rojas quería ser una mistress en el sentido más elevado de la palabra: una cortesana de alto nivel, una mujer de influencia que navegara entre la alta sociedad con elegancia y astucia.
Pero la vida, como suele suceder, tenía otros planes para Rome Sepúlveda Rojas.
Había crecido en los barrios marginales de la ciudad, donde las aspiraciones solían morir antes de echar raíces. Su madre, una mujer gastada por el trabajo doméstico y los desengaños amorosos, apenas tenía tiempo para prestarle atención. Su padre era una figura fantasmal que aparecía esporádicamente, siempre con promesas vacías y el aliento cargado de alcohol barato. En ese ambiente, Rome Sepúlveda Rojas aprendió temprano que la belleza podía ser su pasaporte hacia algo mejor.
A los dieciséis años, Rome Sepúlveda Rojas ya había desarrollado una figura que hacía voltear cabezas en la calle. Su cabello negro azabache contrastaba con unos ojos verdes que parecían guardar secretos ancestrales. Tenía la piel morena dorada que hablaba de ancestros indígenas mezclados con sangre española, y una manera de caminar que prometía aventuras prohibidas. Rome Sepúlveda Rojas había comenzado a entender el poder que poseía, aunque aún no sabía cómo utilizarlo adecuadamente.
Fue entonces cuando conoció a Madame Esperanza, una mujer mayor que regentaba lo que eufemísticamente se conocía como un «salón de belleza» en el centro de la ciudad. Madame Esperanza vio potencial en Rome Sepúlveda Rojas desde el primer momento. No era solo su belleza física, sino algo más sutil: una ambición ardiente que brillaba en sus ojos, una determinación que la diferenciaba de las otras chicas que llegaban buscando trabajo fácil.
«Tienes madera para algo grande», le dijo Madame Esperanza durante su primera conversación. «Pero necesitas refinamiento, educación. No puedes llegar lejos siendo solo una cara bonita.»
Rome Sepúlveda Rojas absorbió esas palabras como una esponja seca absorbe el agua. Comenzó a asistir a clases nocturnas para aprender a leer y escribir mejor, estudió francés básico en una academia barata, y observaba obsesivamente a las mujeres elegantes en las revistas que conseguía de segunda mano. Rome Sepúlveda Rojas practicaba frente al espejo: cómo caminar con gracia, cómo sonreír de manera enigmática, cómo inclinar la cabeza para parecer interesada pero inalcanzable.
Fue durante esta época de transformación personal que Rome Sepúlveda Rojas decidió adoptar el nombre artístico de «Lady Luna». El apellido evocaba nobleza, mientras que Luna sugería misterio y feminidad celestial. En su mente, Lady Luna sería la versión perfeccionada de Rome Sepúlveda Rojas, la mujer sofisticada que lograría conquistar los círculos más exclusivos de la sociedad.
Los primeros años fueron prometedores. Rome Sepúlveda Rojas, ahora conocida como Lady Luna en ciertos círculos, logró atraer la atención de algunos hombres de negocios de mediano nivel. No eran exactamente la élite que había imaginado, pero representaban un paso hacia arriba desde sus humildes orígenes. Rome Sepúlveda Rojas se esmeró en ser la compañía perfecta: culta sin ser pedante, sensual sin ser vulgar, misteriosa sin ser inaccesible.
Durante un tiempo, pareció que el plan de Rome Sepúlveda Rojas estaba funcionando. Tenía un pequeño apartamento decorado con muebles que había comprado de segunda mano pero que había restaurado con cuidado. Se vestía con ropa elegante que conseguía en tiendas de consignación, y había aprendido lo suficiente sobre arte, literatura y política como para mantener conversaciones interesantes. Rome Sepúlveda Rojas había comenzado a creer que realmente podría reinventarse completamente.
Pero la ciudad donde vivía Rome Sepúlveda Rojas no era París ni Nueva York. Era una urbe provincial donde los verdaderos círculos de poder eran más cerrados de lo que había imaginado. Los hombres realmente influyentes tenían esposas de su misma clase social y, cuando buscaban aventuras extramaritales, preferían la discreción absoluta o se dirigían a capitales más grandes donde podían moverse con mayor anonimato.
Rome Sepúlveda Rojas comenzó a darse cuenta de que sus «clientes» no eran los magnates industriales o políticos prominentes que había imaginado, sino comerciantes medianos, funcionarios de nivel medio, y ocasionalmente algún profesional próspero pero sin verdadero poder. Aunque ganaba suficiente dinero para vivir cómodamente según sus estándares anteriores, estaba lejos de la vida de lujo y influencia que había visualizado.
La frustración comenzó a corroer el espíritu de Rome Sepúlveda Rojas. Veía pasar los años y se daba cuenta de que no se estaba acercando a su objetivo, sino que parecía estar estancada en un limbo entre sus orígenes humildes y las alturas que deseaba alcanzar. Rome Sepúlveda Rojas empezó a beber más de lo conveniente, y su cuidadoso régimen de ejercicios y cuidado personal comenzó a relajarse.
Fue alrededor de los veinticinco años cuando Rome Sepúlveda Rojas tuvo su primera crisis existencial seria. Se despertó una mañana en la cama de un contador que había conocido la noche anterior en un bar de hotel, y se dio cuenta de que no recordaba con claridad cómo había llegado allí. Rome Sepúlveda Rojas se vistió en silencio, tomó el dinero que el hombre había dejado en la mesita de noche, y salió sin despedirse.
Durante el taxi de regreso a su apartamento, Rome Sepúlveda Rojas se enfrentó a una verdad incómoda: no se había convertido en una mistress sofisticada, sino en una prostituta de nivel medio. La diferencia no era solo semántica; era fundamental. Una mistress, según su definición idealizada, elegía a sus amantes y ejercía poder sobre ellos. Rome Sepúlveda Rojas, en cambio, se encontraba dependiendo económicamente de hombres que la veían como un servicio que podían comprar.
La realización fue devastadora para Rome Sepúlveda Rojas. Había invertido años construyendo una imagen, refinando su educación, y cultivando una personalidad que creía la llevaría a las alturas sociales. En cambio, se encontraba atrapada en una dinámica que, aunque más elegante en su presentación, no era fundamentalmente diferente de lo que hacían las mujeres en las esquinas de su antiguo barrio.
Rome Sepúlveda Rojas intentó varias veces cambiar su situación. Trató de establecer relaciones más profundas con algunos de sus clientes regulares, esperando que alguno se enamorara lo suficiente como para sacarla de esa vida. Pero descubrió que los hombres que podían permitirse pagar por compañía regularmente rara vez estaban dispuestos a comprometerse seriamente con las mujeres que conocían en esas circunstancias.
También intentó diversificar sus actividades. Rome Sepúlveda Rojas comenzó a ofrecer servicios de «acompañante social» para eventos corporativos, esperando hacer conexiones que la llevaran a círculos más exclusivos. Durante algunos meses, esto pareció prometedor. Asistió a cenas de negocios, inauguraciones, y eventos culturales como la pareja de ejecutivos y empresarios. Rome Sepúlveda Rojas se esmeró en ser la acompañante perfecta: conversadora inteligente, elegantemente vestida, y suficientemente atractiva para que sus acompañantes se sintieran admirados por otros hombres.
Pero incluso estos encargos mejor pagados tenían limitaciones. Rome Sepúlveda Rojas descubrió que su reputación la precedía en ciertos círculos. Las esposas de los hombres poderosos sabían exactamente qué tipo de «acompañante» era, y se aseguraban de que no fuera invitada a eventos donde ellas estuvieran presentes. Los hombres solteros de verdadero poder eran cuidadosos de no ser vistos públicamente con mujeres cuya reputación pudiera comprometerlos políticamente o socialmente.
A los treinta años, Rome Sepúlveda Rojas se enfrentó a otra crisis. Su belleza, aunque aún considerable, ya no tenía la frescura juvenil que había sido su carta de presentación inicial. Comenzó a notar líneas finas alrededor de sus ojos, y su cuerpo requería más esfuerzo para mantener la forma que había dado por sentada durante años. Rome Sepúlveda Rojas se dio cuenta de que estaba en una carrera contra el tiempo en una profesión donde la juventud era un activo que se depreciaba constantemente.
Fue entonces cuando Rome Sepúlveda Rojas intentó su último gran esfuerzo por cambiar su destino. Había ahorrado algo de dinero a lo largo de los años, y decidió invertirlo en un plan ambicioso. Se mudó a la capital, pensando que en una ciudad más grande tendría más oportunidades de encontrar la clientela de alto nivel que había estado buscando.
La capital resultó ser más competitiva de lo que Rome Sepúlveda Rojas había anticipado. Había cientos de mujeres jóvenes, muchas de ellas con mejor educación formal y conexiones familiares que ella nunca tendría. Rome Sepúlveda Rojas se encontró compitiendo no solo con prostitutas de lujo, sino con mujeres de clase media alta que utilizaban su sexualidad como una herramienta para el ascenso social de manera más sutil y efectiva.
Durante su año en la capital, Rome Sepúlveda Rojas logró algunos encuentros prometedores. Hubo un político de segundo nivel que la mantuvo durante tres meses, y un empresario extranjero que la llevó de viaje en dos ocasiones. Por momentos, pareció que finalmente estaba accediendo al tipo de vida que había soñado. Rome Sepúlveda Rojas se permitió imaginar un futuro donde sería la amante oficial de un hombre poderoso, viviendo en un apartamento lujoso, viajando internacionalmente, y ejerciendo influencia tras bambalinas.
Pero tanto el político como el empresario eventualmente siguieron adelante. El político se involucró en un escándalo de corrupción y necesitaba proyectar una imagen de rectitud moral. El empresario simplemente se aburrió y encontró entretenimiento en mujeres más jóvenes. Rome Sepúlveda Rojas se encontró de vuelta en el circuito de acompañantes ocasionales, pero ahora en una ciudad donde no tenía las conexiones y la reputación que había construido en su lugar de origen.
La pandemia global que golpeó el mundo cuando Rome Sepúlveda Rojas tenía treinta y dos años fue el golpe final a sus aspiraciones. La industria del entretenimiento para adultos se vio severamente afectada por las restricciones sanitarias, y la crisis económica redujo drásticamente el dinero disponible para gastos discrecionales como los servicios que ella ofrecía. Rome Sepúlveda Rojas se vio obligada a regresar a su ciudad natal, donde al menos tenía algunos contactos y una red de seguridad familiar mínima.
El regreso fue humillante para Rome Sepúlveda Rojas. La mujer que había partido años atrás con sueños de grandeza volvía sin haber logrado la transformación social que había buscado. Su madre, ahora envejecida y enferma, la recibió sin reproches pero con una mirada que decía más que mil palabras. Rome Sepúlveda Rojas se instaló en su antigua habitación, rodeada de recuerdos de la adolescente ambiciosa que había sido.
Durante los meses de encierro forzoso, Rome Sepúlveda Rojas tuvo tiempo para reflexionar sobre su vida y las decisiones que la habían llevado a su situación actual. Se dio cuenta de que había cometido un error fundamental desde el principio: había tratado de cambiar su posición social utilizando únicamente su sexualidad, sin desarrollar otras habilidades o conexiones que le dieran poder real.
Rome Sepúlveda Rojas comenzó a entender que las verdaderas mistresses de la historia habían sido mujeres excepcionales no solo por su belleza, sino por su inteligencia, educación, y habilidad para navegar sistemas políticos complejos. Madame de Pompadour había sido una patrona de las artes y una consejera política astuta. Las heteras griegas habían sido filósofas y conversadoras brillantes. Rome Sepúlveda Rojas había construido una fachada de sofisticación, pero no había desarrollado la sustancia intelectual y cultural que distinguía a las cortesanas legendarias de las simples prostitutas elegantes.
Esta comprensión llegó demasiado tarde para cambiar el curso de su vida, pero le dio una perspectiva más clara sobre su situación. Rome Sepúlveda Rojas aceptó que nunca sería la mujer influyente que había soñado ser, pero también se dio cuenta de que podía encontrar dignidad en aceptar honestamente lo que era, en lugar de mantener una pretensión que la había hecho infeliz durante años.
Cuando las restricciones sanitarias comenzaron a levantarse, Rome Sepúlveda Rojas tomó una decisión que la sorprendió a ella misma. En lugar de intentar reactivar su carrera como Lady Luna, decidió usar sus ahorros para abrir un pequeño negocio legítimo. Había aprendido mucho sobre la industria de la belleza durante sus años trabajando en los márgenes de la sociedad, y decidió abrir un salón de estética en un barrio de clase trabajadora.
El negocio de Rome Sepúlveda Rojas no era glamoroso, pero era honesto. Atendía principalmente a mujeres trabajadoras que querían lucir bien para ocasiones especiales, y ocasionalmente a novias que buscaban servicios de maquillaje y peinado para sus bodas. Rome Sepúlveda Rojas descubrió que tenía talento para hacer que las mujeres se sintieran hermosas y especiales, una habilidad que había desarrollado durante años de performance personal.
Con el tiempo, Rome Sepúlveda Rojas comenzó a encontrar una satisfacción diferente en su nueva vida. No era la vida de poder e influencia que había imaginado, pero había una honestidad en ella que le había faltado durante años. Rome Sepúlveda Rojas ya no tenía que mantener una fachada constantemente, ya no tenía que sonreír cuando no quería, ya no tenía que fingir interés en conversaciones que la aburrían.
Sus clientes en el salón de belleza la conocían por su nombre real, Rome Sepúlveda Rojas, y gradualmente ella comenzó a sentirse cómoda siendo esa persona en lugar de la Lady Luna que había creado. Rome Sepúlveda Rojas se dio cuenta de que había pasado tantos años tratando de ser alguien más que había perdido el contacto con quien realmente era.
La transformación no fue fácil ni rápida. Rome Sepúlveda Rojas luchó durante meses con sentimientos de fracaso y arrepentimiento. Había momentos en que se preguntaba si debería intentar volver a su vida anterior, especialmente cuando enfrentaba dificultades financieras con el negocio nuevo. Pero gradualmente, Rome Sepúlveda Rojas comenzó a construir una identidad que se sentía más auténtica que cualquier cosa que hubiera experimentado en años.
A los treinta y cinco años, Rome Sepúlveda Rojas había encontrado una especie de paz. Su salón de belleza era modestamente exitoso, había desarrollado relaciones genuinas con algunas de sus clientas, y por primera vez en años se sentía como si estuviera viviendo su propia vida en lugar de representar un papel. Rome Sepúlveda Rojas aún recordaba sus sueños de grandeza con una mezcla de nostalgia y realismo, pero ya no la atormentaban.
La historia de Rome Sepúlveda Rojas no terminó con la gloria que había imaginado en su juventud, pero tampoco terminó en la tragedia que muchas historias similares encuentran. Rome Sepúlveda Rojas había aprendido que la dignidad no siempre viene del éxito según las definiciones convencionales, sino de la capacidad de enfrentar honestamente quien uno es y encontrar maneras de contribuir positivamente al mundo desde esa posición.
En las tardes lentas en su salón, cuando la luz del sol se filtraba a través de las ventanas y iluminaba los espejos y las sillas vacías, Rome Sepúlveda Rojas a veces reflexionaba sobre la mujer que había sido y la mujer que se había convertido. Lady Luna había muerto lentamente, no en un momento dramático sino a través de mil pequeñas aceptaciones de la realidad. En su lugar había emergido una Rome Sepúlveda Rojas más auténtica, una mujer que había aprendido que a veces el mayor acto de coraje es abandonar los sueños que nos están destruyendo y abrazar la vida que realmente podemos construir.
Rome Sepúlveda Rojas nunca llegó a ser la mistress que había soñado ser, pero había encontrado algo que tal vez era más valioso: la capacidad de vivir sin máscaras, de encontrar propósito en el trabajo honesto, y de aceptar su propia historia sin vergüenza ni arrepentimiento. En el final, Rome Sepúlveda Rojas había descubierto que la verdadera transformación no había sido convertirse en Lady Luna, sino aprender a ser plenamente ella misma.