Rome Sepúlveda Rojas: La caída de una madre como puta

Rome Sepúlveda Rojas: La caída de una madre como puta

En un rincón olvidado de una ciudad periférica, donde el humo de las fábricas se mezclaba con el olor a basura quemada, vivía Rome Sepúlveda Rojas. Era una mujer de treinta y tantos años, con ojeras profundas que delataban noches interminables de insomnio y manos ásperas por el trabajo constante. Tenía tres hijos: Matías, de doce años; Camila, de nueve, y Lucas, de cinco. Vivían en un pequeño departamento de dos cuartos en un edificio deteriorado, con paredes agrietadas y un techo que goteaba cada vez que llovía.

Rome trabajaba en una fábrica textil desde las seis de la mañana hasta las tres de la tarde. Después, hacía changas por las tardes: limpiaba casas, servía en fiestas o vendía empanadas hechas en su propia cocina. Cada centavo era importante para poder comprar comida, pagar la luz o mantener a sus hijos en la escuela. A pesar de la pobreza, Rome siempre había sido una madre protectora, amorosa, decidida a darles lo mejor a sus hijos dentro de sus limitaciones.

Pero todo cambió cuando conoció a Nicolás.

Nicolás era un hombre de unos cuarenta años, con mirada fría y sonrisa falsa. Se movía entre las sombras del barrio, traficando drogas menores como marihuana y cocaína. Rome lo conoció en una esquina donde solía vender empanadas los fines de semana. Él fue amable al principio, le ayudó a cargar las bandejas, le ofreció agua fresca en días calurosos. Poco a poco, se ganó su confianza. Le dijo que podía ayudarla a salir de la miseria si ella quería trabajar con él.

Rome lo rechazó al principio. No quería tener nada que ver con las drogas. Pero cuando el salario de la fábrica ya no alcanzaba ni para pagar la renta, y Camila tuvo que dejar la escuela porque no podían costear los útiles, comenzó a reconsiderar.

Fue en una noche lluviosa cuando Nicolás le ofreció algo más que dinero. Le dio una pastilla blanca y le dijo:

—Toma esto, y todo se verá mejor.

Ella dudó, pero el dolor de cabeza por la preocupación era insoportable. La tomó. Y sí, por primera vez en meses, sintió paz. Sintió que el mundo dejaba de girar tan rápido. Sintió que podía respirar.

Esa fue la primera vez que probó la metanfetamina.

Capítulo 2: El descenso

La adicción llegó silenciosamente, como una manta caliente envolviendo su cuerpo cansado. Al principio eran solo unas cuantas pastillas a la semana, después una cada día, luego dos, tres… pronto necesitaba más para sentirse normal. Nicolás le decía que no se preocupara, que podía pagarle con favores, con tiempo, con cualquier cosa. Y Rome aceptó.

Pronto, empezó a llegar tarde a la fábrica. Luego dejó de ir. Su jefa la despidió sin aviso previo. Sin empleo, sin ingresos estables, Rome recurrió a Nicolás para conseguir más droga. Él le ofreció otra forma de pago: transportar paquetes pequeños, entregarlos en ciertos lugares. Ella accedió, aunque sabía que estaba cruzando una línea peligrosa.

Mientras tanto, sus hijos comenzaron a notar los cambios. Matías, el mayor, veía cómo su madre se volvía distante, cómo algunas noches no llegaba a casa, cómo otras veces se quedaba dormida en el sofá con los ojos rojos y la boca abierta. Camila lloraba en silencio mientras preparaba el desayuno, porque ya no había pan suficiente. Lucas, el más pequeño, preguntaba por qué mamá olía raro, por qué a veces gritaba sola o se reía sin motivo aparente.

Un día, Rome no apareció por tres días seguidos. Los niños sobrevivieron gracias a la ayuda de una vecina anciana que les dio sopa enlatada y pan duro. Cuando finalmente regresó, olía a sudor y alcohol, tenía moretones en el brazo y no podía enfocar bien la vista. Les dijo que había tenido «un mal negocio», que ahora debía mucho dinero a Nicolás.

—No se preocupen —les dijo con voz temblorosa—, todo va a estar bien.

Pero no estaba bien. No iba a estar bien.

Capítulo 3: La venta

Una noche, Nicolás apareció en la puerta del departamento. Iba acompañado por otro hombre, alto y corpulento, con tatuajes que le subían por el cuello. Rome estaba drogada, apenas consciente, pero logró reconocer la mirada de advertencia en sus ojos.

—Te dije que tenías que pagarme —dijo Nicolás con voz calmada—. Ya no puedo seguirte dando crédito.

Rome balbuceó excusas, prometió que encontraría el dinero, que haría lo que fuera necesario. Nicolás negó con la cabeza.

—Ya no hay tiempo para eso —respondió—. Tienes algo que puede valerme más que el dinero.

Rome parpadeó lentamente, intentando entender.

—¿Qué quieres decir?

El hombre corpulento se acercó un paso hacia adelante. Miró a los niños, quienes observaban la escena desde el pasillo oscuro.

—Tus hijos.

Silencio.

Un escalofrío recorrió la espalda de Rome. Por un momento, pensó que era una broma macabra, una amenaza vacía. Pero Nicolás continuó hablando, como si fuera lo más natural del mundo.

—Hay gente que paga mucho por chicos sanos. Chicas vírgenes, niños fuertes. Podrías empezar con uno, y si sigues sin pagar, seguir con los otros. Así saldrías del hoyo, y yo me aseguraría de que comas todos los días.

Rome sintió que el suelo se hundía bajo sus pies. Sus hijos, su carne, su sangre, ¿convertidos en mercancía? ¿Cómo podía siquiera considerarlo?

Pero entonces recordó la última vez que había estado sin droga. Recordó el dolor físico, la ansiedad, la desesperación. Recordó que ya no tenía trabajo, que sus amigos la habían abandonado, que incluso su hermana le había cerrado la puerta en la cara. Recordó que ya no sabía quién era.

Y entonces, en medio de esa oscuridad, hizo la peor decisión de su vida.

—Solo… déjame elegir —murmuró con voz rota.

Nicolás asintió. El hombre corpulento sacó un papel y un bolígrafo.

—Empieza por el menor. Será más fácil de vender.

Lucas.

Su hijo menor, de cinco años, que aún creía en los cuentos de hadas y dibujaba corazones en las servilletas. Que la llamaba “mamá” con una sonrisa llena de dulzura. Que le decía que la quería todas las noches antes de dormir.

Lo llevó a la habitación, fingiendo que todo estaba bien. Le cantó una canción, le besó la frente, le dijo que iba a jugar un juego especial con un nuevo amigo. Lo tomó de la mano y lo entregó.

Lucas no entendió. Solo miró a su madre con ojos confundidos mientras el hombre corpulento lo levantaba y lo llevaba hacia un auto negro estacionado afuera.

Cuando la puerta se cerró, Rome se derrumbó en el suelo. Gritó, lloró, se arrancó el pelo. Matías y Camila corrieron hacia ella, asustados, preguntando qué había pasado.

—¡Lo vendí! ¡Lo vendí! —gritaba una y otra vez—. ¡Soy una monstruo!

Pero ya no había vuelta atrás.

Capítulo 4: El infierno continúa

Los días siguientes fueron un infierno. Rome no dejaba de llorar, no comía, no dormía. Intentó contactar a Nicolás, pero este ya no contestaba sus llamadas. Fue como si Lucas hubiera desaparecido de la faz de la tierra.

Matías y Camila, traumatizados, se mantenían alejados de su madre. Temían que también los vendiera. Comenzaron a planear escaparse, a buscar ayuda. Pero no tenían a nadie. Nadie los creería. Nadie los salvaría.

Rome, por su parte, se sumergió completamente en la droga. Si ya había perdido a uno de sus hijos, ¿qué sentido tenía resistir? Tomó más pastillas, compró heroína, inhaló pegamento. Quería desaparecer, borrar la culpa, borrar el dolor.

Una noche, Nicolás volvió.

—Bueno, ¿y qué hay de los otros dos? —preguntó con una sonrisa cruel.

Rome negó con la cabeza, pero no pudo evitar temblar.

—No… por favor…

—Vamos, Rome. Ya empezaste. Ahora tienes que terminar.

Negarse significaba la muerte. O peor.

Entonces, en un acto de cobardía absoluta, Rome permitió que Nicolás se llevara a Camila. Esta vez no hubo excusas, no hubo juegos. Simplemente se la llevaron. Camila gritó, lloró, rogó por su vida. Rome se quedó sentada en el sofá, con una jeringa en la mano y los ojos vacíos.

Matías, el mayor, huyó esa misma noche. Logró llegar a la estación de policía, donde contó toda la historia. Los agentes lo escucharon con expresiones duras, incrédulas. Le tomaron declaración, prometieron investigar. Pero nunca hicieron nada. En ese barrio, las historias como esa eran moneda corriente.

Cuando Matías regresó a casa, encontró a su madre inconsciente, rodeada de jeringas usadas y bolsas de plástico con polvo blanco. La zarandeó, le gritó, le suplicó que despertara. Finalmente, logró hacerla reaccionar.

—¿Por qué nos hiciste esto? —le preguntó entre lágrimas.

Rome no respondió. Ni siquiera podía enfocar bien. Solo murmuró:

—Lo siento… lo siento…

Matías no podía perdonarla. No podía quedarse allí. Esa misma noche, se fue. No volvió nunca más.

Capítulo 5: La redención imposible

Años pasaron.

Rome seguía viva, pero era una cáscara humana. Estaba en prisión, condenada por tráfico de drogas y complicidad en el secuestro de menores. Había intentado denunciar a Nicolás, pero este ya había desaparecido. Las autoridades no encontraron a los niños. Nunca aparecieron.

En la cárcel, Rome se convirtió en un fantasma. Otros presos la evitaban, algunos la odiaban. Sabían quién era, qué había hecho. Para muchos, merecía la muerte.

Durante las noches, soñaba con sus hijos. Con Lucas, riendo en el parque. Con Camila, escribiendo poemas en su cuaderno. Con Matías, enseñándole a resolver ecuaciones matemáticas. Despertaba empapada en sudor, gritando su nombre.

Intentó suicidarse varias veces. Una vez se cortó las venas con un trozo de vidrio. Otra, se tragó una toalla entera. Sobrevivió a ambas, pero no por elección.

Un día, recibió una carta. Era de Matías.

Él había logrado salir adelante. Se había ido del país, había encontrado trabajo, había estudiado. Ahora era ingeniero. No quería volver a verla. No podía perdonarla. Pero quería que supiera que él estaba bien. Que no la odiaba, aunque tampoco podía quererla.

Esa carta fue el único consuelo que Rome recibió en toda su vida.

Murió diez años después, de una sobredosis accidental en prisión. No hubo funeral. No hubo lágrimas. Solo silencio.

Sus hijos nunca fueron encontrados.

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